martes, 22 de febrero de 2011

El precio de ser cristiano.



Said Musa, de 45 años de edad, espera la ejecución de su condena a muerte en una sórdida cárcel de Kabul (Afganistán), después de que fuera detenido, en mayo del año 2010, tras recibir el sacramento del Bautismo en la comunidad evangélica a la que pertenece.
Es sólo uno de los casos de acoso que los cristianos sufren por parte de algunas comunidades musulmanas en países como Pakistán, Irán o Egipto. En Nigeria son más de 200 cristianos los que han perdido la vida por su fe, sin contar los atentados y las violaciones de derechos que día a día deben soportar los “seguidores de cristo” en los países de ideología árabe-musulmana. Marruecos castiga el abandono del Islam con penas que atentan contra la libertad; Somalia, Irán o Arabia Saudí ahorcan a los apostatas; y en Argelia la posesión de una Biblia implica una grave sanción.
La Comunidad internacional debe ser la que garantice la libertad religiosa de cada individuo, pero parece ser que, de momento, la preocupación de los gobiernos es casi inexistente o nula. En el año 2006, las presiones del gobierno Italiano propiciaron la liberación de Abdul Rahman, tras haber sido condenado a muerte por el descubrimiento de una Biblia en la vivienda donde habitaba. Sin embargo, las actuaciones de los gobiernos occidentales son poco representativas en la lucha contra esta injusticia.
El Papa Benedicto XVI ha reiterado en numerosas ocasiones un mensaje de apoyo a todos los perseguidos por preservar su fe, en su mayoría cristianos acosados en países con una gran mayoría musulmana, y a pedido que "no ceda al desaliento y la derrota" ante las persecuciones e intolerancias religiosas.
Pese a todas las amenazas y actos violentos que Said Musa ha recibido se ha mantenido firme en su propósito de no abandonar la fe cristiana, aunque para ello tenga que pagar un precio muy alto: su vida.

jueves, 3 de febrero de 2011

Una Utopía Durmiente


Mientras los países desarrollados concentran un total del 80% de la riqueza global del planeta, mil millones de personas mueren al año por escasez de alimentos. La realidad que se nos presenta en pleno siglo XXI es un mundo cada vez más desigual en el que unos pocos acaparan mucho y otros mueren a la espera de que la Utopía, que aún duerme en nuestra sociedad, reavive la esperanza de un mundo mejor.

Las desigualdades entre los países más pobres y los que concentran la mayor parte de la riqueza se han ido acrecentando en las últimas décadas. Así bien, si en el año 1960 el 20% de la población más desarrollada tenía unos ingresos treinta veces superiores al 20% de los más desfavorecidos, en el último año, los países con mayor riqueza han pasado a albergar una proporción de excedentes ochenta y cinco veces superior a la de los más pobres.
A pesar de los numerosos acuerdos que las distintas organizaciones han llevado a cabo para intentar reducir la desigualdad a nivel mundial, nos encontramos con que la mayoría de estos compromisos son infundados. De este modo, si los países más avanzados acordaron destinar el 0,7% del PIB al desarrollo de los países más atrasados esta ayuda nunca ha superado el 0,2%.
No se trata de un problema individual; sino de uno colectivo. No podemos mirar hacia otro lado sin pensar que la mitad de la humanidad vive con menos de dos euros al día, mientras una vaca europea recibe una media de cuatro euros diarios de subvenciones.
Debemos despertar la Utopía de un mundo mejor. Poner todos de nuestra parte y luchar contra las desigualdades que, en muchos casos, obviamos como si no tuvieran nada que ver con nosotros.
Debemos marcarnos un horizonte y acercarnos hasta él. El mismo camino que nos lleva a la Utopía nos permite construir una realidad. La Utopía no es algo inalcanzable, ya que muchas de ellas han llegado a realizarse. Tal, es el caso de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que tras haber sido “un sueño utópico de siglos” llegó a ejecutarse.
Sin embargo, parece ser que la sociedad actual ha roto las barreras de “la comunidad”, como expone el sociólogo polaco Zygmunt Barman, y ha dado paso a un individualismo cada vez mas desgajado de la conciencia colectiva de la que se nutría esa “comunidad”. Nada se basa ya en un entendimiento común, sino en el consenso de leyes y dictámenes. Cada día resulta más difícil mirar a nuestro entorno y buscar soluciones a los problemas que nos acechan.
Mientras una cara de la moneda se muestra completa y servida, el otro lado lucha por sobrevivir dentro de una penumbra de tristeza y escasez.
No podemos permanecer indiferentes mientras aumentan las muertes infantiles por enfermedades curables, que en total suman unos seis millones de fallecimientos anuales por causa de diarrea, neumonía, paludismo y sarampión, entre otras.
A la vez que la parte más desarrollada del planeta derrocha en comodidades y antojos, un tercio de la población mundial no posee agua potable y energía eléctrica en sus hogares.
Sin embargo se hace caso omiso a todo esto. La única preocupación que tienen los dirigentes de los países más desarrollados es poner soluciones a la crisis financiera que ataca a los mercados, sin preocuparles el desmantelamiento del Estado de Bienestar. No les importa hacer una reforma de las pensiones, recortar gasto sanitario o poner fin a la obra social de las cajas de ahorros con la excusa de no poder costear el gasto que esto supone. Achacan todo esto a la falta de liquidez, sin embargo nunca ha habido tantos activos monetarios como en la actualidad.
No obstante, a pesar de asegurar no poder solventar el gasto que genera el Estado de Bienestar, los gastos militares ascienden a 500.000 millones de euros al año.
Llegó la hora de despertar la Utopía que abra paso a un mundo mejor. El mundo no es de los más favorecidos, es de todos. No podemos adueñarnos de la riqueza global y dejar a los menos desarrollados hundirse dentro de su propio calvario.
Si otras utopías anteriores ya se consiguieron, sería un error dejar ésta en olvido. Sólo hace falta encontrar el beso que la despierte de su plácido sueño y la lleve a su realización. No obstante no necesita ser despertada por un individualismo cada vez más fragmentado y desgajado de lazos comunes, sino de una voz colectiva que reivindique todos y cada uno de estos problemas, y ponga de una vez, y por todas, fin a las acusadas desigualdades del planeta. Puede sonar algo extraño, pero al fin y al cabo es una simple Utopía que espera con impaciencia despertar.